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  • Podemos seguir con ejemplos espigados el plan de instrucci

    2019-05-09

    Podemos seguir con ejemplos espigados: el plan de instrucción pública del peruano Hipólito Unanue, tras la obligada crítica al antiguo régimen, preveía estudios de “humanidades y filosofía en lengua vulgar entrando después en el estudio del latín los que lo hubieran menester”. En Venezuela se quiso introducir el griego desde 1833. Por doquier se vio la redacción de nuevas gramáticas del latín que sustituyeron la vieja de Nebrija (criticada solapada o abiertamente): las hubo en Cuba y en Chile la que dije de Andrés Bello (1838); en Nueva Granada compiló una Manuel de Pombo (publicada en Madrid en 1821 y en AMN-107 Bogotá en 1825) junto AMN-107 otros que reunieron obras menores o editaron autores clásicos o antologías. En Cuba se compilaron poco después dos gramáticas del griego, la de Miguel de Silva (1839) y la de Tranquilino Sandalio de Noda (1840), así como un diccionario, obra de Arturo Franchi Alfaro en 1850. Aparecieron en Nueva Granada las primeras traducciones del latín: si bien se ha dicho que antes eran innecesarias dado el general conocimiento de la antigua lengua, por lo menos debe de haber coadyuvado a la empresa el mayor interés por dicha literatura. Ya sólo las novedades, y el lenguaje usado al proponerlas, trasuntaban la adopción de la ciencia clásica transpirenaica. En sus fuentes la había bebido Miranda, como se vio; ya excelente latinista, Andrés Bello, comenzó el aprendizaje del griego en Londres, a los 30 años. Más específicamente estudió humanidades clásicas en Londres el neogranadino Julio Arboleda en 1830-1831, en los inicios de una larga lista de criollos que buscaron en Europa ese tipo de saber. De ellos emanó una actitud hasta despectiva en relación con la latinidad colonial, visible en el alejamiento de Nebrija, en la adaptación de métodos, manuales, antologías, en la revelación que hacía la gramática de Manuel de Pombo de la pronunciación restituta y más abiertamente en críticas como la que expresaba García del Río sobre la educación colonial, con la cual, “se llenaban nuestras cabezas de frases y versos escritos en una lengua muerta”. Elogiaba, por el contrario, que en la Guatemala republicana el gobierno hubiera hecho traducir del francés un Nuevo método para estudiar la lengua latina, y promoviera un curso de historia según el método de Strass. Observó María Rosa Lida que cada vez que España ha querido estrechar vínculos con el pensamiento europeo —a comienzos del siglo xvi, a appendix mediados del xviii, a comienzos del xx— “su atención se ha dirigido al mundo grecorromano y sobre todo al griego”; puso como ejemplo a los helenistas que simpatizaron con el erasmismo, al núcleo erudito en torno a Juan de Iriarte en el siglo xviii y al grupo en torno a Emérita. La misma regla se aplica a los criollos de la independencia y a contrario se aplica a grupos para los cuales, muy significativamente, la nueva mención no era grata: cuando en el Congreso de Tucumán, que proclamó la Independencia argentina, en los discursos alternaban los nombres de Solón y Licurgo con la República de Platón “los sacerdotes condenaban a los filósofos antiguos como a ciegos paganos”. Las razones para el entusiasmo de los unos y la condena de los otros se verán en el siguiente apartado.
    La Grecia de la Francia También en nuestra América podían haber desaparecido estos colosos antediluvianos, en el sentido que aconsejaba en 1824 el francés Ferdinand Denis, quien había residido en Brasil y se mostraba entusiasta de esa nueva tierra: Para entenderlo hay que recordar cómo al principio la evocación de los antiguos por parte de los insurgentes implicaba la idea de estar reviviendo y aun continuando y superando sus gestas. El Manifesto que José de San Martín leyó antes de la batalla de Maipú, en 1818, hacía saber a sus soldados cómo “vuestros voluntarios sacrificios han renovado los tiempos felices de Grecia y Roma”. Un ufano Bolívar escribía a Santander: “quién dijera que en Colombia, veinte siglos después de la ruina de Cartago, había de verse acontecimiento más brillante que el de Zama”. El debate político consideraba conveniente rebatir estas pretensiones: “poco había de la virtud de Roma en don Juan Martín de Pueyrredón”, escribían los hermanos Robertson, y el realista Mariano Torrente consideraba que entre la multitud de los patriotas eran “poquísimos los verdaderos republicanos, y desconocidos totalmente los austeros Catones”.